Una tarde me contó que su padre bebía. Me contó que su padre bebía cuando él era un niño.
Bebía para olvidar las penas y a veces olvidaba que tenía un hijo.
Los sábados, pasado el divorcio, su madre lo duchaba y lo vestía con sus prendas más bonitas.
Siempre un jersey azul. Su color favorito era el azul. Aún a veces se viste de azul. Le echaba un chorro de colonia en el pelo y lo peinaba como a un niño serio, como un príncipe pequeño.
A la hora de la merienda iban juntos al parque y esperaban al padre. Él bien peinado, vestido de azul. Después de la hora de la merienda llega la hora de la cena.
Él y su madre en el parque. No había rastro del padre. No había padres en el parque. Sólo madres e hijos que pasada la hora de la cena se volvían solos a casa, sin hambre y sin padres. Tristes, bien peinados y azules.
Se metían juntos en la cama y juntos leían susurrando un cuento. Un cuento para olvidar, pero todos los cuentos les parecían demasiado tristes esos días y entonces cerraban las tapas duras del libro infantil, repleta de dibujos tiernos, lo empujaban con cuidado debajo de la cama y cerraban los ojos.
Sólo entonces, una vez ya se habían rendido, se permitían el lujo de despeinarse.
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